America Latina
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Durante décadas el hecho de ser joven en Colombia era sinónimo de sufrimiento; su realidad es la de los trabajos precarios, la explotación laboral, la deserción escolar, los trabajos en el campo... En la actualidad, ser joven en Colombia significa ya no tener miedo; cuando a uno lo despojan de lo único que posee —el miedo— ya no tiene nada que temer, puesto que nada hay que perder.

Nos han quitado tanto, que nos han quitado hasta el miedo

La democracia más antigua y estable de Latinoamérica se ha distinguido por una guerra interna, emanada de una doctrina contrainsurgente que amenaza con extinguir a todo aquel que piense y actúe en contra de lo establecido.

Décadas de guerra sucia

Después de décadas de guerra dentro del territorio, el saldo es de 8 millones de desplazados, 83 mil desaparecidos y 6402 “falsos positivos”, los cuales realmente resultan ser campesinos y jóvenes de estratos populares llevados con promesas de trabajo, vestidos de guerrilleros y presentados como bajas en combate; esto último en el periodo presidencial del innombrable Álvaro Uribe Vélez, que ha visto reflejado su proceder —el de una doctrina militar del “enemigo interno"— en la política continuista del presidente Ivan Duque. Dicha doctrina, que surge de la lucha anticomunista y tiene su embrión en las postrimerias de la Segunda Guerra Mundial, se caracteriza por la utilización de elementos tan poderosos como el miedo, el odio y la tortura que apela al estigma y a la exclusión, a la eliminación de la base social u otras tantas formas que se impartían en las aulas de las escuelas para el genocidio o las mal llamadas “escuelas de las Américas”.

La estigmatización ha sido un factor muy relevante en la lucha contrainsurgente del Estado colombiano, ya que mediante su abuso ha logrado deshumanizar al adversario, demonizarlo, convertirlo, de alguna manera, en una suerte de individuo inferior, en un ser con el que es imposible sentarse a dialogar, y contra el que solo queda la vía del enfrentamiento. Años y años de cruda violencia, de un disenso entre lo establecido y la sociedad, recrudecido, más si cabe, por unas condiciones materiales imposibles derivadas de la pandemia, han resultado ser un inmejorable caldo de cultivo para el germen de una generación sin miedo y dispuesta a todo. Una juventud que, por fin, se siente decidida a coger las riendas y cabalgar a lomos de todo un país.

El Paro nacional

Desde el 28 de abril, millones de colombianos han salido a las calles para manifestarse en el marco del paro nacional. Durante estas protestas, el aparato represor del Estado colombiano ha perpetrado crímenes de diversa índole, todos ellos execrables desde el punto de vista de la condición humana.

El narco-Estado paramilitar y de terror que es Colombia no ha defraudado a su historia más reciente; sí, por el contrario, a ese pueblo ávido de un cambio que le haga vislumbrar un horizonte más halagüeño, menos descarnado, más humano. Para tal menester se ha amparado en la aquiescencia del gobierno de Duque, que mediante los resortes de la maquinaria estatal no ha dudado en infundir miedo —que no respeto— y terror en sus ciudadanos. Ha demostrado, una vez más, que se puede ser cruel e ignorar las peticiones que demanda una ciudadanía depauperada, sin esperanzas, sin futuro.

En este sentido, cabe resaltar el rol que está desempeñando la juventud en el proceso histórico y sin precedentes que vive Colombia en la actualidad. Una juventud colmada de peticiones, inasequible al desaliento, renuente a dejar de soñar con una Colombia libre, soberana y en paz.

La juventud en Colombia

Durante décadas el hecho de ser joven en Colombia era sinónimo de sufrimiento; su realidad es la de los trabajos precarios, la explotación laboral, la deserción escolar, los trabajos en el campo... amén de otros caminos no menos abruptos. Generaciones que en el pasado apostaron por una militancia política fueron llevadas al paredón u obligadas por las diferentes formas del terrorismo de Estado a tomar las armas, dejar el país, ser condenados a la cárcel o silenciadas con un tiro en la cabeza.

En la actualidad, en cambio, ser joven en Colombia significa ya no tener miedo; cuando a uno lo despojan de lo único que posee —el miedo— ya no tiene nada que temer, puesto que nada hay que perder. Es entonces cuando el miedo, como si de una suerte de cambalache se tratara, se transforma en esperanza, así como en esbozo de un horizonte nuevo. En ese caminar, en ese abrirse camino, se llega a observar dicho horizonte, de la mano del significativo cambio en la mentalidad y en el objetivo de los jóvenes; a la sazón, salvaguardar la vida, huir, exiliarse o dejar la actividad de militancia. Hoy, la disidencia; también la necesidad vital de la defensa de la vida, pero en forma de aquella lucha y aquella rebeldía que siempre han atesorado los jóvenes —en especial aquellos que mantienen joven el espíritu— y que se ve reflejado en el fuego que irradian sus ojos, tal y como lo hemos visto en los jóvenes de la primera línea, los cuales se han alzado en la vindicación de la protesta y de la vida. Análogamente, desde otras líneas se ha hecho notar la defensa del derecho a la protesta, como en la creación de la primera línea de médicos, profesores, madres, estudiantes e, incluso, de la primera línea jurídica.

Las protestas estuvieron avaladas por la gran mayoría de la población, en especial la juventud, que considera que la represión, a diferencia de épocas pasadas, ya no insufla miedo en su espíritu, y que salir a las calles en delación de lo que se les ha robado es el mejor modo de labrarse un futuro, no ya brillante, sino un futuro en el que sus derechos no se vean pisoteados.

La juventud se enfrenta a un paro del 23,3%, según el DANE (Departamento Administrativo Nacional de Estadística) y a 1,5 millones de jóvenes que ni trabajan ni estudian; a altas tasas de deserción escolar debido a la falta de recursos; a una brecha social digital nada propicia en tiempos de pandemia. Terreno abonado, en definitiva, para que se produzca un estallido social como el que nos ocupa.

No obstante, es el momento de revertir esta situación, de repensar el país en global: hora de eliminar las brechas sociales existentes, donde estudiar no sea una condena para la economía de las familias; de crear condiciones propicias para el respeto y la defensa de la paz; de abogar por la reconciliación, por la salvaguarda de las condiciones para una vida digna; de honrar la memoria de los desaparecidos, los asesinados, los torturados, los estigmatizados, los discriminados por razón de sexo, raza, religión, etc. De construir, en última instancia, un hogar que deje atrás el pasado y se abra camino hacia un futuro en donde ya no tengan lugar ninguna de estas injusticias, ni ninguna otra que el poder, en el olvido de que la potestad le ha sido otorgada por el propio pueblo al que intenta subyugar, tenga a bien perpetrar.

La mayoría sabe que el gobierno no tiene ninguna intención de atender a sus peticiones. Este intenta, una vez más, deslegitimar algo tan lícito como la protesta social, criminalizarla, y obviar las reclamaciones que han surgido desde la insatisfacción de las protestas. Asimismo, trata o bien de reclutar a la gente de los barrios más pobres y de las estaciones de metro para que presten el servicio militar, o bien los mata directamente, que en la práctica, son dos caras de la misma moneda. Dicho modo de actuar rayano en una dictadura de estado, persigue el objetivo de silenciar la palabra de la juventud, la cual se muestra más consciente y contestataria que nunca.

Desde el momento en que continuaban los abusos y la represión social en respuesta a las manifestaciones, así como las muertes de manifestantes por causa de estos criminales, la juventud ya no vio razones para desandar el camino. Lo que coadyuvó definitivamente a que la situación se agravara, más si cabe, fue el hecho de ver a sus familiares y amigos enfermar a causa de la pandemia. Sin embargo, el problema económico y social era de tal magnitud que ni siquiera los miles de muertos que ha dejado este virus tenían la fuerza suficiente como para detener a la gente; vislumbramos pancartas que decían que el hambre se cobra más vidas que el propio virus. La juventud ve necesaria la consolidación de un proceso amplio a través de la Asamblea Nacional Popular, con el objetivo de buscar y encontrar escenarios de cambios reales y de transformación.

Los problemas siguen concerniendo a toda la población; la protesta, en cambio, tiene un valor del que antes carecía. Ha resurgido de sus cenizas, cual ave Fénix. Nadie puede obviar que es un acto legítimo en oposición a un gobierno corrupto, que favorece a las élites y que está actuando en contra de su propio pueblo, como si de un mal médico se tratase, que enferma a sus pacientes en lugar de curarlos.

¿Qué se espera para el futuro?

Todo hace indicar que continuarán las masacres y la criminalización de los jóvenes, en especial de los jóvenes militantes, que serán blanco de amenazas y carne de exilio. Su fin no es otro que el de romper el tejido social a través del miedo, práctica tan recurrente como deshonesta, y que tan buen resultado ha dado al poder de turno a lo largo de la historia de la humanidad.

¿Qué nace de todo esto? El inevitable interés de la juventud por la política. Y si bien la mayoría de ella viene de los barrios, del campo, —además de que muchos de ellos no destacan por su experiencia en movimientos sociales—, es de recibo reconocer la capacidad de organización, las ganas de formarse y la de consolidar procesos populares que seguirán alimentándose desde las bases.

Lo que necesitan los pueblos de América Latina es ser liberados de una vez por todas del yugo del imperialismo de Estados Unidos y la Unión Europea, saqueadores de recursos. Por último, cabe subrayar que ningún partido reformista podrá conseguir revertir dicha situación, si no es a través de la Revolución Socialista, y de la ayuda de todos los pueblos liberados del sistema capitalista opresor, el cual aniquila  lo más valioso: la vida misma.

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