La Revolución Española
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El 90 aniversario de la II República llega en un momento de crisis y agitación no tan distinto al que acabo trayendo la república en 1931. Las costuras del régimen burgués español, representado por la monarquía borbónica, han saltado en los últimos diez años de forma casi análoga a cómo lo hicieron en las dos primeras décadas del siglo XX. El estudio de aquel periodo tan decisivo en la historia del Estado español es de vital importancia para orientarse en los procesos de hoy y en los que están por venir.

La crisis de la monarquía

La proclamación de la II República fue el capítulo final de la prolongada crisis del régimen instaurado en 1875 y consagrado por la constitución de 1876. La restauración borbónica fue el intento por parte de la oligarquía de dejar atrás las convulsiones del Sexenio Revolucionario. Sin embargo, la propia debilidad del capitalismo español hizo en último término imposible la pretendida estabilización de la monarquía.

España aparece a comienzos de los años 30 como un país eminentemente campesino, con un 70% de población rural y un sector agrario que suponía dos tercios de las exportaciones españolas. Entre la población campesina, dos millones eran jornaleros sin tierra, en particular en las zonas latifundistas de Andalucía y Extremadura en las que un puñado de grandes propietarios acaparaba más de la mitad de las tierras. En otras zonas del país, la pequeña propiedad agraria daba apenas para sobrevivir. En medio y en la periferia de este océano campesino, la clase obrera se concentraba en los escasos polos industriales, como Barcelona, Bilbao o Asturias, en los que los capitales foráneos constituían una parte significativa de la industria.

El fracaso de la revolución burguesa en España dio como resultado la fusión de la burguesía industrial y financiera con la vieja nobleza terrateniente, así como la fusión de los intereses de ambas con las del capital extranjero. Las tareas que serían necesarias para una verdadera modernización del país, como la reforma agraria o el acceso universal a la educación, eran bloqueadas por los intereses de una clase dirigente rentista y parasitaria.

La Iglesia católica, ampliamente resarcida por la Restauración por los trastornos que sufrió durante el Sexenio, destacaba en todo este entramado que sostenía el régimen monárquico. Como también el ejército, hipertrofiado y corrupto, que, en la aventura colonial de Marruecos, estaba gestando una casta de oficiales que más adelante jugarían un papel monstruoso en los acontecimientos que estaban por venir.

La dictadura de Primo de Rivera y las elecciones del 12 de abril

Sobre este polvorín estaba sentada la monarquía en España. Las aventuras coloniales, la cuestión nacional catalana y los ciclos económicos hicieron el resto para que la crisis de la monarquía y la lucha de clases fueran escalando en las primeras décadas del siglo XX. Unido a esto, la influencia de la Revolución Rusa tuvo un peso decisivo en los acontecimientos. No por casualidad, al ciclo de luchas abierto por la huelga general revolucionaria de agosto de 1917 se le conoce como el Trienio Bolchevique. La respuesta del régimen fue la represión y el terror, en una escalada que llevó finalmente a la reacción abierta con el golpe de estado del general Primo de Rivera, que instauró su dictadura personal con el total apoyo de la burguesía y del rey, sellando con ello el destino de la monarquía.

Primo de Rivera consiguió, en los primeros años de su dictadura, una cierta estabilidad basada en un nuevo ciclo alcista de la economía y en la colaboración con el régimen del PSOE y la UGT, que aceptaron formar parte del aparato corporativo de resolución de conflictos laborales que instituyó a imagen y semejanza del corporativismo fascista italiano. Pero poco a poco el descontento social y la propia incapacidad del régimen para desarrollar el país fueron minando su base de apoyo, lo que se hizo evidente con el fin de la colaboración socialista con el régimen. Los primeros efectos de la Gran Depresión en España fueron la puntilla para la dictadura de Primo de Rivera, y por extensión de la monarquía.

La dimisión de Primo de Rivera dio lugar a los efímeros gobiernos del general Berenguer y del almirante Aznar. Poco después del nombramiento de Berenguer, los partidos republicanos, con presencia de varios dirigentes del PSOE en calidad de observadores, se reunieron en San Sebastián para discutir la posibilidad de una huelga general revolucionaria que, acompañada de una sublevación militar, pusiera fin a la ya condenada monarquía de Alfonso XIII y diera paso a la convocatoria de unas cortes constituyentes que ratificaran la proclamación de la república. El Pacto de San Sebastián prefiguró el carácter de la república por venir, lo que se reflejó en la elección del comité revolucionario en el que las figuras republicanas conservadoras como Lerroux, Alcalá-Zamora o Miguel Maura tenían un peso desproporcionado frente a la izquierda republicana y los socialistas.

Finalmente la huelga general revolucionaria no tuvo lugar, y la insurrección militar del 15 de diciembre de 1930 se quedó aislada en el cuartel de Jaca, donde los capitanes Galán y García Hernández fueron detenidos y poco después fusilados por esta intentona. Con los dirigentes republicanos huyendo al exilio, la monarquía hizo su último intento de mantenerse en el poder con el nombramiento del gobierno de Aznar en enero de 1931. Fue Aznar quien se vio obligado a convocar las elecciones municipales del 12 de abril de 1931, que desde el principio eran un verdadero plebiscito sobre la monarquía.

Dicho plebiscito se saldó con un rotundo triunfo de las candidaturas republicanas y socialistas en las principales ciudades del Estado. De cincuenta capitales de provincia, la conjunción republicano-socialista se impuso en cuarenta y una, incluyendo las principales ciudades industriales. Pese a la manipulación electoral en el medio rural por el caciquismo de la Restauración, la victoria republicana en las ciudades era incontestable. En cuarenta y ocho horas, y pese a los intentos de la camarilla del rey de mantener la monarquía, la proclamación de la II República se hizo efectiva.

Ante la amenaza de un desbordamiento por abajo, la burguesía optó por aceptar la república siempre y cuando esta no amenazara sus intereses esenciales. Pero, en cualquier caso, fueron las masas las que impusieron la proclamación de la república, primero con su voto y después con su movilización, que empujó a la acción a los indecisos líderes republicanos y socialistas. La jornada del 14 de abril de 1931 fue un momento de triunfo y de alegría para las masas, cansadas de la opresión y la corrupción del régimen borbónico y que confiaban en la república para para acabar con dicha opresión y explotación, para acabar con el poder de los caciques y los terratenientes, de los industriales y los obispos, y mejorar decisivamente sus condiciones de vida. En los años siguientes, las masas aprendieron de su amarga experiencia que la república burguesa no podía cumplir todas esas tareas sin un enfrentamiento decisivo con los poderes oligárquicos.

El gobierno provisional y las organizaciones obreras

El PSOE, como ya hemos dicho, abandonó su colaboración con la dictadura de Primo de Rivera y pasó a formar bloque con los partidos republicanos. La política del PSOE partía de la base de que las transformaciones que necesitaba España para su desarrollo y modernización eran de índole democrático-burguesa y, por tanto, debían ser lideradas por la propia burguesía a través de los partidos republicanos. Esta visión se contradice ampliamente con el estado calamitoso del capitalismo español y su propia configuración, que hacía inviable cualquier intento de reforma sin que conllevara un enfrentamiento directo con los poderes oligárquicos.

Lo cierto es que, en el momento de la proclamación de la II República, estos partidos republicanos eran en su mayoría meros agrupamientos de notables sin base real y que en muchos casos reunían a políticos provenientes del campo monárquico, como el propio Niceto Alcalá-Zamora, primer presidente de la República. Los socialistas pusieron a disposición de estos señores su estructura, sus votos y su base social para llevar a cabo esta política democrático-burguesa que acabaría estrellándose contra el muro de los intereses oligárquicos y provocando el descontento y la decepción entre la clase trabajadora que llevaría al fracaso del primer gobierno republicano socialista dos años más tarde.

Esta política se muestra ya en el gobierno provisional de la República, que asumió el poder el 14 de abril, formado en su mayor parte por los miembros del Comité Revolucionario elegido en el Pacto de San Sebastián. El gobierno incluía a Miguel Maura, político de estirpe monárquica y conservadora, como ministro de la gobernación, que pronto dejó claro que mantendría la jurisdicción militar sobre el orden público y actuaría sin contemplaciones contra las movilizaciones obreras. Asimismo, la cuestión nacional catalana también reveló el carácter del Gobierno Provisional, que amenazó con la intervención militar contra el intento del gobierno provisional catalán, presidido por Francesc Macià, de constituir una República Catalana federada con la española. Ambos gobiernos llegaron finalmente a un compromiso por el que se sustituiría dicha federación por la restauración de la Generalitat de Catalunya y la elaboración de un estatuto de autonomía en el marco de un estado unitario, dejando la cuestión nacional catalana sin resolver hasta el día de hoy.

El resto de organizaciones obreras jugaron un papel menor en los acontecimientos del 14 de abril. La CNT, que agrupaba a los sectores más combativos del proletariado, no jugó un papel independiente, dando un apoyo tácito a la conformación del gobierno provisional. Fuera de un intento de huelga general en Barcelona el 15 de abril, frustrado porque el gobierno provisional catalán de ERC declaró ese día como festivo, el papel de la CNT en los primeros momentos de la República fue el de “esperar y ver”. Sólo en los meses posteriores, ante las políticas propatronales del Gobierno Provisional, la CNT lanzaría la lucha huelguística que en muchos casos adquirió un carácter insurreccional.

Mientras, el PCE, muy diezmado por la represión de la dictadura y debilitado por la política de la Komintern estalinista (que produjo un rosario de expulsiones y escisiones), en plena locura sectaria del Tercer Periodo1, saludaron la proclamación de la República con un sonoro “¡Abajo la república burguesa, vivan los soviets!”. Era evidente que, en aquel momento, no había soviets ni ninguna otra forma de poder obrero independiente, contrapuesto al poder burgués, que emanara de las fábricas y los campos en España. Ni siquiera había un paralelismo claro entre la proclamación de la Segunda República y la Revolución de febrero en Rusia, ya que en aquel momento sí se conformaron soviets entre el proletariado ruso, aunque estos en un primer momento fueron dominados por las direcciones reformistas menchevique y socialrevolucionaria y apoyaron al gobierno provisional.

En España, las masas auparon al gobierno a los republicanos y socialistas esperando que estos, desde esa posición, resolvieran los problemas más urgentes de las masas. Ya en 1936, cuando fue evidente que esto no iba a ser así, los trabajadores no sólo votaron en masa al Frente Popular sino que, esta vez sí, constituyeron comités para la lucha contra los facciosos en los primeros momentos de la Guerra Civil. La tragedia fue que, cuando sí había soviets en España, la dirección del PCE se dedicó a combatirlos.

Sólo los trotskistas, agrupados en torno a la Oposición Comunista de España, liderada por Andreu Nin, valoraron en su justa medida la proclamación de la República como el primer acto de un proceso revolucionario que empezaba a desarrollarse.

“La caída de la monarquía representa una etapa importantísima en la historia de la revolución española, que se halla aún relativamente lejos de su etapa final. Para nosotros, los comunistas, la cuestión de la forma de gobierno no es indiferente. […] El periodo que se abre no es, pues, un periodo de paz, sino de lucha encendida. Y en esta lucha estarán en juego los intereses fundamentales de la clase trabajadora y todo su porvenir. La clase obrera será derrotada si en el momento crítico no dispone de los elementos de combate necesarios.”2

Los acontecimientos posteriores validaron completamente la perspectiva de la OCE. Lamentablemente, sus dirigentes no fueron capaces de jugar un papel decisivo en los acontecimientos que ellos mismos predijeron.

La lucha por la república hoy

Los acontecimientos de 1931 encierran poderosas lecciones para el día de hoy. Como antes del 14 de abril, vivimos una prolongada crisis del régimen monárquico, que de nuevo expone toda su corrupción heredada y su papel como polo de referencia para todas las fuerzas reaccionarias del país. También, como en los años 30, estamos en medio de una crisis económica global de futuro incierto y que genera miseria, caos e inestabilidad también en el Estado español. Como entonces, la idea de la república es cada vez más atractiva para una juventud harta de la decadencia, la corrupción y la mediocridad que emana del caduco régimen burgués.

En un momento de crisis y descomposición como el que vivía la monarquía española en 1931, cualquier accidente puede ser el desencadenante de su caída. La respuesta de la monarquía al resultado de las elecciones europeas de 2014, que evidenciaron la crisis del régimen del 78, fue la abdicación del ya amortizado Juan Carlos I, tocado por los escándalos de corrupción propios y familiares. Si hubiera habido una dirección revolucionaria, o simplemente republicana como en 1931, se podía haber evitado la sucesión en Felipe VI y haber abierto paso a la III República. Las manifestaciones espontáneas el día de la abdicación de Juan Carlos daban una muestra del potencial que había y sigue habiendo para el derrocamiento de la monarquía.

Pero hoy, a diferencia de en 1931, la dirección del PSOE está totalmente comprometida con el régimen del 78 y, por lo tanto, con la monarquía. Mientras que las organizaciones a su izquierda, como Podemos e IU, que se reclaman republicanas, no muestran la decisión necesaria para traer la república. En todo caso, esto no es nuevo: fue la acción de las masas la que impuso la proclamación de la república el 14 de abril de 1931, y así puede ocurrir de nuevo en el futuro.

Pese a haber pasado casi un siglo, muchos de los problemas que dieron lugar al proceso revolucionario de los años 30 siguen dolorosamente presentes en la España de hoy. Un capitalismo débil y dependiente, un nacionalismo español que oprime al resto de naciones de la Península, una ominosa opresión de la mujer, una total falta de futuro para la juventud… El estudio de la crisis de la Restauración y de las lecciones de la Revolución Española de los años 30 es fundamental para entender el periodo histórico que se abre ahora. La lección fundamental es que, hoy como entonces, la lucha por una república consecuentemente democrática es inseparable de la lucha por que la inmensa mayoría de la población, los trabajadores y demás capas oprimidas de la sociedad, posean, gestionen y controlen colectivamente la riqueza que crean con sus manos y cerebros para el único interés del avance y el desarrollo de la sociedad. Una república consecuentemente democrática sólo puede existir como una federación de repúblicas socialistas ibéricas.

2Andreu Nin, El proletariado español ante la revolución, 1931.

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