Religion
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España aparece como un Estado fuertemente secularizado. La asistencia a misa es residual, y ni siquiera en la actual crisis del coronavirus está habiendo un repunte de la religiosidad, tan común en otros momentos de grandes convulsiones. Sin embargo, pese a tanta modernidad, la Iglesia Católica sigue impertérrita como una de las mayores instituciones del país. Aquí explicamos nuestra posición sobre este tema en particular, y el programa que defendemos.

La España de 2020 aparece ante el observador desprevenido como un Estado fuertemente secularizado. Existen el derecho al aborto, al divorcio y al matrimonio entre personas del mismo sexo. La asistencia a misa es residual, y sólo algunas celebraciones cuasi folclóricas, como la Semana Santa o algunas romerías, reúnen a grandes masas. Ni siquiera en la actual crisis del coronavirus está habiendo un repunte de la religiosidad, tan común en otros momentos de la historia en tiempos de grandes convulsiones. Y, sin embargo, a pesar de tanta modernidad, la Iglesia Católica sigue impertérrita como una de las mayores instituciones del país.

En la crisis actual, la Iglesia Católica se está dedicando a lo que mejor sabe hacer: rezar y defender celosamente su propiedad. Las iglesias siguen abiertas al culto, y hemos visto espectáculos grotescos como el del párroco de Sax (Alicante) repartiendo bendiciones escoltado por la Guardia Civil. Los obispados incluso están repartiendo certificados de asistencia a misa, como una especie de salvoconducto frente al Estado de Alarma. Mientras tanto, la extensa red de centros sanitarios y asistenciales propiedad de las órdenes religiosas no se está poniendo a disposición de la sociedad para la lucha contra la pandemia. Asimismo, tampoco sus enormes recursos económicos se están usando ni para financiar la investigación de una vacuna contra el Covid-19, ni el Estado está tomando una parte de esa riqueza para financiar las extensas ayudas sociales que tan necesarias van a ser ante el parón de la economía. Sólo el Ayuntamiento de Cádiz ha tomado la iniciativa de empezar a cobrar a la Iglesia el impuesto de bienes inmuebles (IBI), una decisión valiente que sin duda va a ser contestada por el obispado al ser contraria a los Acuerdos entre el Estado español y la Santa Sede de 1979, de los que más adelante hablaremos.

Uno de los mayores focos de contagio y de mortandad por el Covid-19, en Madrid y en otras zonas del Estado, han sido las residencias de mayores, en muchos casos por la falta de materiales de protección y de medidas de aislamiento tanto de los mayores como de los profesionales que los atienden. Esta situación ha provocado más de mil muertos entre los mayores, además de numerosos contagios entre los profesionales. Ante la opacidad de la Comunidad de Madrid a la hora de facilitar los datos de cuáles son las residencias más afectadas y si estas son públicas o privadas, cabe recordar que decenas de estas residencias privadas son propiedad de órdenes religiosas. Hay que recordar también el suceso reciente de la muerte de dos cuidadores  en la residencia psiquiátrica de las Siervas de Jesús del Cottolengo del Padre Alegre, en San Sebastián de los Reyes, cuyos cadáveres fueron descubiertos por la Policía Nacional el pasado 28 de marzo.

La opacidad y la protección que los poderes públicos brindan a la jerarquía católica tienen, por supuesto, una explicación. La Iglesia Católica es una pata fundamental del capitalismo español, no sólo por su papel ideológico sino, sobre todo, por su peso económico. No sólo ha sido financiada con generosidad por los distintos gobiernos, del PP y del PSOE, sino que es uno de los mayores terratenientes del país, uno de los mayores propietarios de fincas urbanas y también una gran corporación empresarial con participación en el sector de la comunicación (COPE), banca y empresas como Movistar, Inditex y Endesa, entre otras.

Para entender este papel de la Iglesia en España no basta con apelar a la tradición católica del país, muy presente en los mitos fundacionales del nacionalismo español y en la propia configuración de España como estado moderno. Hoy en día, el papel de la religión en la vida cotidiana es mínimo en el Estado español, con apenas un 30% de la población que se declara católica practicante y un 10% que asista con regularidad a los oficios religiosos. A lo largo del siglo XX la Iglesia Católica, como la institución milenaria que es, ha sabido adaptarse a los cambios políticos para permanecer incrustada en la estructura de la economía y del Estado.

La Iglesia durante el franquismo

La jerarquía de la Iglesia Católica española fue una de las grandes vencedoras de la Guerra Civil, a la que bendijo como una “cruzada de liberación nacional”. La Iglesia recuperó su posición como mayor terrateniente del país (40% de la tierra) y su monopolio sobre la enseñanza y otros muchos aspectos de la vida civil, consagrando esta posición de dominio en la doctrina espuria del “nacionalcatolicismo”. Esta relación privilegiada entre la Iglesia y el régimen se plasmó en el Concordato de 1953 con la Santa Sede; en el que, entre otras cosas, se consagraba la religión católica como la oficial del Estado, quedando prohibido el culto público de otras religiones (salvo en el protectorado de Marruecos y las colonias africanas), y en el que la Iglesia otorgaba a Franco el derecho a proponer obispos (derecho de presentación), un privilegio que nos remite a tiempos feudales.

Exactamente igual que en los tiempos feudales, la Iglesia volvió a ser en la posguerra una salida para muchos hijos de campesinos o de la pequeña burguesía empobrecida, que afluían a los seminarios para escapar del hambre o de la falta de oportunidades en la vida seglar. En muchos pueblos y barrios, la parroquia llenó el vacío que habían dejado los ateneos y organizaciones obreras, desmantelados tras la victoria del fascismo; y esto fue especialmente cierto en los barrios de nueva construcción de los años 50 y 60. Conforme fue avanzando la estabilización económica y la industrialización del país y el movimiento obrero empezó a recuperarse, muchos seminaristas y curas jóvenes empezaron a identificarse con los intereses de la clase trabajadora, renunciando en muchos casos al salario oficial para irse a trabajar como obreros industriales, de la construcción o agrícolas. Las parroquias de los barrios obreros y los pueblos jornaleros empezaron a confluir con el incipiente movimiento vecinal y se abrieron a las reuniones clandestinas de un movimiento obrero en alza.

Este movimiento de curas obreros no es ajeno al contexto internacional de la propia Iglesia Católica, que desde hacía años vivía en convulsión interna, especialmente en América Latina. Es aquí donde surgen movimientos como el de Sacerdotes del Tercer Mundo o la Teología de la Liberación, que intentan dar respuestas desde la Iglesia Católica a los problemas sociales de los países latinoamericanos, lo que llevó a muchos teólogos y sacerdotes a un acercamiento al movimiento obrero y a las ideas del socialismo. El Vaticano trató de darle a este estado de ánimo una expresión ordenada conforme a sus intereses con el Concilio Vaticano II, que aprobó importantes reformas en materia de liturgia y de su relación con el poder civil y las demás religiones, pero sin renunciar en nada de su poder económico. Los acuerdos conciliares fueron muy mal recibidos por las capas más reaccionarias del clero y de los católicos, lo que provocó movimientos cismáticos de ultraderecha como el de Monseñor Lefebvre en Francia o El Palmar de Troya en España. Asimismo, las oligarquías latinoamericanas respondieron al giro a la izquierda del clero católico promoviendo la extensión de las iglesias evangélicas, con un mensaje eminentemente reaccionario y funcional al sistema.

Mientras en la calle los curas obreros, entre los que hay que mencionar a Francisco García Salve, José María de Llanos y Diamantino García, se batían junto con los trabajadores en lucha, en las altas esferas de la Iglesia se elaboraba la política reformista que les permitiera situarse en el nuevo escenario que se abría tras la muerte de Franco. La Conferencia Episcopal Española, dirigida por el Cardenal Tarancón, se puso a la tarea de aprovechar el proceso de la Transición para salvaguardar sus intereses. Para ello era necesaria una revisión completa del Concordato de 1953 y una política de guiños a la oposición y distanciamiento formal de la dictadura franquista.

La Iglesia desde la Transición

La revisión del concordato de 1953 se llevó a cabo mientras se tramitaba la Constitución española de 1978. La negociación entre la Santa Sede y el gobierno de la UCD se plasmó en los acuerdos publicados en 1979, conocidos comúnmente como el Concordato de 1979 (sin serlo exactamente). En estos acuerdos, la Iglesia asume la aconfesionalidad del Estado y la libertad religiosa, en consonancia con la nueva orientación de la Santa Sede desde el Vaticano II. Pero, a cambio, conserva intacta su red de centros de enseñanza, medios de comunicación y entidades sociales, así como se asegura una generosa financiación con cargo a los Presupuestos Generales del Estado. En su informe de 2016 sobre la financiación de la Iglesia católica, Europa Laica da la cifra de 11.000 millones de euros que, cada año, recibe la Iglesia del Estado español, por distintas vías. Aquí se incluyen los conciertos educativos y la presencia de profesores de religión (pagados con dinero público) en la escuela pública, así como los miles de millones de euros de patrimonio, fincas urbanas y templos que no pagan el impuesto de bienes inmuebles, fincas rurales… y todo tipo de inmuebles apropiados fraudulentamente por el método de las inmatriculaciones.

La ley hipotecaria de 1946, ampliada por Aznar en 1998, confiere a los representantes de la Iglesia poderes similares a los de la administración a la hora de registrar inmuebles. Con esta fórmula, la Iglesia había registrado hasta 2016 entre 4.000 y 5.000 propiedades en todo el Estado, 1.087 sólo en Navarra. Recientemente, la Iglesia ha obtenido la inmatriculación de numerosas joyas del prerrománico asturiano, pagando de nuevo sumas ridículas. Añadido a esto, la Iglesia no ha desdeñado tampoco la participación en el negocio inmobiliario. En diciembre de 2019, el Arzobispado de Madrid ha obtenido cuantiosas plusvalías por la permuta de un viejo asilo de ancianos y una parroquia en desuso en el distrito de Chamartín, en un nuevo pelotazo urbanístico que vuelve a poner a las claras la colusión de intereses entre la burguesía y la jerarquía de la Iglesia.

La aplicación de los Acuerdos de 1979 coincidió, además, con el reaccionario pontificado de Juan Pablo II que, en su “cruzada contra el comunismo”, arrasó con los párrocos, organizaciones y teólogos más afines al movimiento obrero, para privilegiar a organizaciones reaccionarias como el Opus Dei o Camino Neocatecumenal. Esta reacción interna en el seno de la Iglesia encontró un terreno abonado en España entre muchos obispos que se habían resistido sordamente a la política de Tarancón. Es esta jerarquía, personificada en elementos como el antiguo presidente de la Conferencia Episcopal, Monseñor Rouco Varela, y el Cardenal primado de España, Monseñor Cañizares, la que dirigió la oposición contra todos los avances en derechos civiles que se han dado en estos cuarenta años, desde las leyes del divorcio y el aborto en los 80 hasta el matrimonio igualitario en 2005. Pese a los tímidos cambios en el discurso de la Santa Sede tras la elección del papa Francisco, la política de la jerarquía eclesiástica sigue siendo esencialmente la misma, basada en la defensa de sus intereses materiales y políticos frente a la cada vez mayor secularización de la sociedad.

Por una república laica

En efecto, esta política reaccionaria agresiva de la jerarquía católica no sólo no ha logrado revertir la pérdida de fieles, sino que más bien la ha agudizado, apartando de la Iglesia a muchos creyentes y profundizando la indiferencia religiosa de las nuevas generaciones, sobre todo entre la clase trabajadora y otros sectores populares. La Iglesia aparece ante las masas como una institución anacrónica y retrógrada, como una gran empresa que no paga impuestos y que además está salpicada por un sinfín de escándalos de corrupción, pederastia y robo de niños. Pese a ello, los distintos gobiernos, en especial los de la izquierda, no se han atrevido a quebrar el poder económico de la Iglesia, que esta ha usado en su contra, por el peso específico que esta tiene en el entramado del capitalismo español. Y esto, de nuevo, se  está demostrando en la crisis actual. El gobierno de Sánchez e Iglesias todavía no ha tomado medidas decisivas para mantener cerrados los lugares de culto ni para poner a disposición del Estado los centros sanitarios y asistenciales propiedad de la Iglesia Católica.

No está en el ánimo de los revolucionarios el perseguir ninguna creencia ni prohibir la práctica de ninguna religión, políticas aquellas las del estalinismo que no eran fruto más que de la pereza burocrática de unos regímenes incapaces de convencer. Los marxistas defendemos, como no puede ser de otra manera, la libertad de culto y el derecho de cualquiera a profesar la religión que tuviere a bien, y estamos seguros de lucharemos por el socialismo codo con codo con los cristianos de base que quedan. Eso sí, defendemos como un principio democrático esencial la completa separación de la Iglesia y el Estado y el fin de los privilegios de la Iglesia Católica, sin que estos puedan extenderse a ninguna otra confesión.

Defendemos asimismo la completa nacionalización bajo control obrero de todo el entramado empresarial, sanitario, educativo y asistencial de la Iglesia Católica, así como de todos los bienes apropiados fraudulentamente por esta desde los años 40. Defendemos la nacionalización de todo el patrimonio cultural apropiado por la Iglesia Católica, en especial de los treinta y un Monumentos Nacionales, como la Mezquita de Córdoba, que Franco devolvió a la Iglesia tras la Guerra Civil. Una sociedad de hombres y mujeres libres e iguales no puede permitirse la tutela de una jerarquía religiosa ni tampoco mantener sus privilegios.

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