Arte y cultura
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El cine “quinqui” fue un verdadero fenómeno de masas en los años 70 y 80. Varias de las películas de este subgénero se cuentan entre las más taquilleras de la historia del cine español [Artículo publicado originalmente en nuestra revista teórica Marxismo XXI].

El picoDesde su ocaso a mediados de los 80, el cine “quinqui” ha sido despreciado por la crítica cinematográfica oficial como un tosco ejemplo de cine comercial y chapucero que se regodea en los atavismos españoles y convierte en héroes a los delincuentes. Pero desde principios de la pasada década, el cine “quinqui” ha sido redescubierto por una nueva generación de cinéfilos y de público joven, a los que estas historias contadas hace cuarenta años les hablan directamente.

Aparte del innegable poder de atracción que tienen las figuras carismáticas y trágicas de José Luís Manzano, Ángel Fernández Franco “El Torete” y José Luís Fernández Eguía “El Pirri”, es evidente que tiene que haber algo más para que el cine “quinqui” haya vuelto a ser popular en un periodo de crisis económica y social parecido al de la época en que se rodaron estas películas. En este artículo intentaremos descifrar esta peculiaridad del cine “quinqui”, a partir de sus precedentes en la literatura y el cine, del contexto en el que se gestaron y de la obra de sus dos principales exponentes: José Antonio de la Loma (Barcelona, 1924-2004) y Eloy de la Iglesia (Zarautz, 1944-Madrid, 2006).

La marginación en la literatura y el cine

El submundo de la marginación y el lumpen ha existido desde que existe la sociedad de clases, y desde antiguo ha sido tema de inspiración para la literatura y las artes. Podemos encontrar relatos sobre jóvenes marginales tan pronto como en el siglo I de nuestra era, en ese precedente de la novela moderna que es el Satiricón, de Petronio. Ya en el siglo XIV, en los albores del humanismo, pillos y delincuentes protagonizan varias de las historias del Decamerón, de Giovanni Boccaccio, una obra clave en el tránsito del medievo a la modernidad. Otras obras como La ópera de los tres centavos, de John Gay (1728, adaptada en 1928 por Bertolt Brecht y Kurt Weill) abundan en los personajes marginales, a través de los cuales realizan una sátira mordaz de la sociedad de clases, y en especial de las clases dirigentes.

Pero si hay un precedente claro del cine “quinqui” español en la literatura, ese es sin duda la también española novela picaresca de los siglos XVI y XVII. Las historias de rateros y buscones que nos presentan obras como El Lazarrillo de Tormes, Guzmán de Alfarache (Mateo Alemán), Rinconete y Cortadillo (Miguel de Cervantes) o La Vida del buscón (Francisco de Quevedo), componen un fresco demoledor de la sociedad española en plena decadencia imperial. Esta España de nobles parásitos, hidalgos famélicos, curas fanáticos y administración corrompida, con toda su herencia de corrupción, atraso y violencia, es la que crea al pícaro, ese elemento desclasado que malvive entre la mendicidad y la delincuencia azuzado por el hambre.

Como Boccaccio dos siglos antes, los autores de la novela picaresca cambian al héroe caballeresco de la literatura medieval por el antihéroe del humanismo, el individuo carente de dotes extraordinarias y absolutamente condicionado por su contexto. El contexto juega un papel determinante a la hora de construir las historias y los personajes en la literatura moderna, y más tarde en el cine inspirado en esta. El contexto provee las motivaciones y también los límites al accionar de los personajes, determinados por el desarrollo social y económico y por la moral dominante.

Un gran ejemplo de esta perspectiva en el cine es la película de Luís Buñuel Los olvidados, realizada en México en 1950. Una historia de jóvenes marginales, realizada con actores noveles o no profesionales, en la que la gama de comportamientos que van de la picaresca al crimen son consecuencia del abandono que sufren los barrios populares de las grandes ciudades, en pleno crecimiento desordenado por la emigración rural; una realidad de pobreza, desestructuración familiar y acoso policial que crea una masa de jóvenes desocupados y llenos de odio cuyas posibilidades de salir de la miseria y la delincuencia son escasas o nulas. Los olvidados es una obra maestra del genio de Calanda y será una gran influencia para el creador del cine “quinqui”, José Antonio de la Loma.

Otro claro precedente del cine “quinqui” son las dos primeras películas del inmenso escritor y cineasta italiano Pier Paolo Pasolini: Accattone (1961) y Mamma Roma (1962). En éstas, Pasolini pone en escena la brutalidad del Estado y sus “instituciones correccionales” sobre los jóvenes de la calle. Estos ragazzi di vita son una constante en el cine de Pasolini y aparecen también en su magistral adaptación del Decamerón de Boccaccio; y, para interpretarlos en la pantalla, Pasolini recurrió también a verdaderos jóvenes de la calle, a los que puso ante la cámara para interpretarse a sí mismos. Pasolini será una gran influencia para Eloy de la Iglesia, tanto por esta forma de rodar como por la perspectiva social y política del italiano. Pasolini despreció el Compromiso histórico del PCI con la burguesía italiana, de la Iglesia denunció en sus películas las consecuencias del pacto de la Transición; y ambos fueron despreciados por los estalinistas por su homosexualidad y sus ideas estéticas.

Formalmente hablando, el cine “quinqui” es serie b, películas de bajo presupuesto en principio sin vocación artística, y más concretamente Exploitation (cine de explotación), la versión más sensacionalista de ésta. José Antonio de la Loma era ya a mitad de los 70 un artesano curtido en este tipo de cine para la industria española y europea, así que cuando en 1977 abordó la realización de Perros Callejeros lo hizo desde ese prisma con esos métodos. Quizá sin pretenderlo, de la Loma creó un nuevo género que reflejaba la realidad como ninguna otra producción española del momento lo hacía y que, por ello, conectó inmediatamente con el público.

La Transición en el cine: cine “quinqui” frente a versión oficial

El hambre de la posguerra fue un acicate para la pequeña delincuencia, personificada en los “robagallinas” rurales y los timadores y carteristas urbanos. Un simple robagallinas se convertiría, a mediados de los 60, en el enemigo público número uno del régimen franquista por su actividad delictiva y sus espectaculares fugas: Eleuterio Sánchez, El Lute, perteneciente al pueblo merchero. Precisamente, de los mercheros, muy a su pesar, proviene la palabra quinqui, ya que éste era el nombre despectivo que les daban la Guardia Civil y los propietarios rurales porque se dedicaban a la venta y reparación de objetos de metal barato, la llamada quincalla. El ominoso vocablo quinqui se usó después para referirse a los pequeños delincuentes e incluso a cualquier habitante de los barrios marginales.

quinqui2El "Lute", en la icónica foto tras su captura después de saltar de un tren en marcha donde iba detenido

Esta realidad, por supuesto, era cuidadosamente  ocultada en el cine y la literatura por la censura franquista. Las historias de crímenes y delincuencia se limitaban a las páginas del diario sensacionalista El Caso, que tanto contribuyó a alimentar el fenómeno de El Lute. Aun así, ya en 1960, con los primeros pasos del desarrollismo, aparece una muy interesante película que anticipa en buena medida lo que será el cine “quinqui”: Los golfos, la primera película de Carlos Saura. En ella aparece ya, como contexto de los personajes, la entonces incipiente periferia obrera y marginal de Madrid.

El "milagro" económico español de los 60 provocó una intensa emigración hacia las principales ciudades del Estado. Un aluvión de brazos baratos para la industria y la construcción, que primero se instaló como pudo y después fue torpemente absorbido por los planes de vivienda social de las autoridades franquistas. Los nuevos barrios a los que llegaban los emigrantes de los pueblos, y los expulsados de los barrios tradicionales por la especulación urbanística, carecían de lo más básico: pavimento, alcantarillado, iluminación, transporte público y plazas escolares para absorber a la gran población infantil nacida entre los 50 y los 60. La lucha por la dignificación de las condiciones de vida en estos barrios fue uno de las más destacadas en el tardofranquismo y la Transición, canalizada a través de las Asociaciones de Vecinos.

La lucha de estas asociaciones, dirigidas por militantes de la izquierda (sobre todo del PCE), consiguió notables mejoras en la habitabilidad de los barrios durante este periodo. Pero cuando el movimiento entró en reflujo, cuando se hizo evidente la traición y la derrota a las que las direcciones de la izquierda condenaron a la clase obrera, los barrios obreros conocieron un nuevo tipo de degradación. La aparición del paro masivo, que se cebó especialmente con la juventud, la lentitud exasperante en la construcción de nuevos colegios y equipamientos culturales y de ocio para los jóvenes, la segregación de los barrios (o “polígonos”) con respecto al resto de la ciudad, el fracaso de la asimilación forzosa de las comunidades gitana y merchera y, por último, la introducción masiva de droga, sobre todo heroína, crearon el caldo de cultivo para la explosión sin precedentes de la delincuencia juvenil entre finales de los 70 y principios de los 80.

Así, los delitos cometidos por menores en España se duplicaron entre 1977 y 1981. Las películas del cine “quinqui” muestran con un realismo casi documental la variedad de delitos que estos jóvenes llegaban a cometer: robos de coches, tirones a bolsos, atracos a farmacias o bancos, robos con fuerza, menudeo de drogas, e incluso homicidios. Pero del mismo modo hiperrealista muestra también el contexto que empuja a estos jóvenes a la delincuencia y la respuesta del aparato del Estado. El cine “quinqui” pone en escena y confronta dos aspectos de la situación social que provocó la derrota de la Transición: la pervivencia del aparato del Estado franquista y la desmoralización y lumpenización de gran parte de la juventud de los barrios obreros. Esta capacidad de penetración en la realidad, esta manera de presentar el paisaje de la derrota y, sobre todo, de exponer el carácter de la burguesía y del aparato del Estado, es lo que distingue a Eloy de la Iglesia del resto de directores del tardofranquismo y la Transición.

Pese a que en este periodo se realizaron muchas películas, entre pasables y buenas, que retrataban fielmente el aparato del Estado franquista y a la burguesía española (entre las que destaca esa maravilla del maestro Berlanga que es La escopeta nacional) estas suelen caer en la complacencia con la versión oficial de la Transición. Tomemos como ejemplo 7 días de enero (1979), de Juan Antonio Bardem, una película considerada en su día como un relato canónico de la Transición y que contó con el beneplácito de la dirección del PCE y del gobierno de Suárez. En ella, en efecto, Bardem retrata con precisión las conexiones entre el aparato del Estado franquista y los grupos terroristas de ultraderecha y la implicación de ambos en el atentado contra los abogados laboralistas de Atocha. Sin embargo, al relatar la investigación de dicho atentado, Bardem pone en escena lo que parece un cambio radical del aparato del Estado; las conexiones de éste con los pistoleros parecen debilitarse o desaparecer como por arte de magia. La democracia ha llegado gracias al rey Juan Carlos, a Adolfo Suárez y a la responsabilidad y serenidad de Santiago Carrillo y la dirección del PCE.

En cambio, Eloy de la Iglesia denuncia sin ambages en todas sus películas, y especialmente en su díptico de El Pico (1983-1984), la pervivencia del aparato del Estado franquista. No sólo las torturas en comisarías de policía o comandancias de la Guardia Civil, sino también la corrupción en la judicatura y la connivencia de las fuerzas y cuerpos de seguridad con el narcotráfico. Más aún: El Pico II es la primera película en la que aparece una referencia a los GAL, que de la Iglesia pone en escena como una operación para financiar grupos de mercenarios con dinero procedente del narcotráfico, algo no muy alejado de la realidad como se supo después.  Incluso el más moderado políticamente de la Loma, hijo de militar, no dejó de reflejar fielmente en la trilogía Perros Callejeros los métodos expeditivos de la policía contra los pequeños delincuentes, herencia de la Ley de Fugas. El cine “quinqui” se revela de este modo como contrapunto a la versión oficial de la Transición y a la desmemoria que ésta imponía.

A mediados de los 80, el cine “quinqui”, y en especial el de Eloy de la Iglesia, empezaba a ser incómodo para la industria y para el poder político. Es cierto que funcionó muy bien en taquilla, El Pico fue durante muchos años la película más taquillera del cine español,  pero los tiempos estaban cambiando; los argumentos del cine “quinqui” no encajaban con la estabilización de la economía, la consolidación del régimen del 78, la entrada en la Comunidad Económica Europea, el lento declinar de las organizaciones obreras y la cultura del enriquecimiento y la desmemoria promovida por el gobierno de Felipe González. Los quinquis dejaban paso a los yupies, la heroína a la cocaína y el cine “quinqui” a la inofensiva comedia madrileña.

Estos cambios en la sociedad y la industria, y su propia mala vida y desorientación, acabaron llevando a Eloy de la Iglesia al ostracismo. El vasco estuvo casi quince años sin dirigir, pero antes nos dejó su película más madura y redonda: La estanquera de Vallecas (1987). Esta cinta se puede definir como Cine quinqui crepuscular. Basada en una obra teatral de José Luís Alonso de Santos, La estanquera de Vallecas no sólo es la última película del cine “quinqui”, sino que retrata muy bien ese cambio de época. Los protagonistas, además de la estanquera y su sobrina, son un obrero de la construcción empujado a la delincuencia por el paro y con un pasado de militancia, y un joven delincuente producto directo de la derrota y la descomposición que ésta acarreó (éste sería el último papel de José Luís Manzano).

Desde el ocaso del cine “quinqui”, estas películas han seguido siendo un objeto de culto para varias generaciones de cinéfilos y de jóvenes de barrio. En la última década, una nueva generación, enfrentada a una crisis capitalista de proporciones aún más brutales que la de los 70, se ha sentido identificada de manera natural con estas historias de los perdedores de la Historia. El cine “quinqui”, como documento histórico y como retrato de una generación perdida, ha adquirido de este modo un nuevo valor, o más bien está siendo valorado por fin en su justa medida. El conocimiento de estas películas es de gran ayuda para entender esa parte de la historia que oculta la versión oficial, es un ejemplo de que en España hubo cineastas comprometidos con la memoria de los vencidos y con la realidad, por incómoda que ésta fuera.

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