Cuestión nacional
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La entrada de la CUP al congreso de los diputados y su voto en contra de la investidura de Pedro Sánchez ha generado una discusión acalorada en la izquierda estatal. Uno de los juicios más tajantes sobre la postura de la CUP ha venido de Antonio Maestre, autor y periodista y editor de La Marea. Esto no resulta sorprendente, ya que, por un lado, Maestre siempre se ha mostrado hostil hacia el independentismo catalán e insensible ante las aspiraciones nacionales de Cataluña, apoyando sus críticas en un supuesto “análisis marxista”, y, por otro lado, combina un nerviosismo por “la inminente amenaza del fascismo” con su debilidad por el nuevo gobierno y sus “ministros comunistas”.

Maestre tiene una reputación de periodista de izquierdas comprometido y defensor de los derechos de los trabajadores en los debates televisivos. No negamos este aspecto positivo de su labor periodística. pero justamente por eso, debido la autoridad que tiene sobre una capa avanzada de trabajadores y jóvenes de izquierda españoles, sus opiniones y comentarios equivocados, y francamente reaccionarios, sobre la cuestión nacional catalana, pueden ejercer un efecto pernicioso sobre esa capa avanzada, de ahí nuestra obligación de ejercer la crítica más severa sobre estas posiciones de Antonio Maestre.

El absolutismo antifascista

Como es bien sabido, los dos diputados de la CUP en el congreso votaron en contra de la investidura de Sánchez, tendiéndole sin embargo la mano a la hora de apoyar medidas progresistas durante la legislatura. Era previsible, pues la CUP, en base a los acuerdos tomados en sus asambleas, hizo de la ingobernabilidad del régimen su bandera de campaña. Planteó claramente que sus tres consignas principales: amnistía, autodeterminación y derechos, serían un requisito innegociable para ceder sus votos al nuevo gobierno. Más allá de la valoración de su sentido de voto (que nosotros no compartimos), este era plenamente coherente con su campaña electoral, con sus resoluciones asamblearias y su programa, que les granjeó casi 245.000 sufragios.

Para Antonio Maestre, sin embargo, era impermisible votar en el mismo sentido que VOX, ya que el “antifascismo” es un valor “absoluto” y debe estar por encima de cualquier promesa electoral o resolución de partido. “Un antifascista lo es por encima de cualquier otra consideración”, zanjó. Curiosamente, su férrea oposición a votar igual que VOX pareció quebrarse unos días después, cuando PSOE y UP votaron, exactamente igual que “el fascio”, en contra de la petición de la CUP de citar al Rey a declarar por su implicación en la firma de contratos de armas con Arabia Saudí, algo que no suscitó ninguna crítica de este antifascista absoluto. Por otro lado, el maniqueísmo de Maestre parecería ignorar que los dos votos de la CUP no eran decisivos para la formación de gobierno, con lo que su desasosiego queda bastante desubicado.

Antonio Maestre plantea que no existen “posiciones relativas cuando se trata de enfrentarse al fascismo”. Esta disparada afirmación o es una lamentable metedura de pata o es un verdadero desvarío que ofusca el más mínimo sentido de la proporción. En primer lugar, “el fascismo” es un peligro relativo. No era lo mismo en la Alemania de 1921 que en la Alemania de 1932, ni era lo mismo en la España de 1934 que en la España de 2020. En la actualidad, por mucho que le pese a Maestre, esta amenaza es, ante todo, relativa. No está el fascismo en ciernes en España. En primer lugar, porque sería prematuro definir a VOX como partido fascista, ya que, al menos todavía, no busca la ilegalización de las organizaciones obreras y de izquierdas (aunque sí las independentistas), ni la supresión de la democracia burguesa, ni cuenta con un poderoso movimiento en las calles de la pequeña burguesía enloquecida, rasgos históricos del fascismo. En segundo lugar, dejando a un lado la caracterización de VOX, este partido puede hacer mucho ruido pero no deja de ser una fuerza minoritaria, que no llega a ser hegemónica en la derecha, no consigue penetrar decisivamente en los barrios obreros de las grandes ciudades ni entre sectores significativos de la juventud, y que está lejos de hacerse con el poder estatal. El voto negativo de la CUP, repetimos, no altera lo más mínimo esta realidad. La desproporcionada valoración del peligro “fascista” que hace Maestre no parte de un análisis sobrio, sino del deseo de acallar las críticas al nuevo gobierno y dorar la píldora de la alianza con el PSOE. Este es un viejo y manoseado truco, mediante el cual incontables veces se ha justificado la sumisión de la izquierda ante liberales y socialdemócratas con el espantapájaros de la reacción.

Pero como decimos, todo es relativo. En el medio plazo no se puede descartar que la derecha, incluyendo a VOX, llegue al poder, y que, bajo determinadas circunstancias, la semilla fascista que cobija el partido de Abascal germine. Pero lamentamos informar a Maestre que el principal estímulo para un desarrollo así no vendría de la CUP, sino de la acción del gobierno del PSOE y de UP que él tanto defiende. Si la política del gobierno queda encorsetada por la camisa de fuerza económica del capitalismo y la camisa de fuerza legal del régimen del 78, la mayor parte de las expectativas que ha generado se verán frustradas. Quien acepta gestionar el capitalismo ha de gestionar también sus crisis, como muestra el ejemplo de SYRIZA en Grecia. Quien acepta trabajar dentro del régimen del 78, acepta ser chantajeado por un aparato de Estado profundamente reaccionario. La tarea de la militancia de izquierdas consecuente no es censurar las críticas al gobierno bajo el pretexto de un “antifascismo absoluto”; es exigir que el gobierno no se amedrente ante los poderosos y satisfaga las necesidades de la clase obrera, empezando por implementar sin dilación sus modestas promesas, como han reclamado Bildu y la CUP en el parlamento y la clase trabajadora vasca en las calles con su magnífica huelga general del 30 de enero. Esta es, en realidad, la mejor receta contra el fascismo. Si el gobierno se doblega ante la doble presión del capital y del régimen, la decepción y el cinismo se extenderán entre sus bases, dando munición a la derecha y preparando el retorno de ésta al poder en su versión más salvaje. Y toda la actuación del gobierno hasta ahora, inclusive la de sus ministros morados y “comunistas”, nos hace temer esta posibilidad.

Comunismo folclórico

Antonio Maestre arremete contra la CUP por “impedir la entrada de ministros comunistas”, es decir, de Alberto Garzón y Yolanda Díaz, militantes del PCE. En su opinión, esta actitud de la CUP contrasta con su predisposición a aprobar los presupuestos de Puigdemont en 2017 (contrapartida a la convocatoria del referéndum), evidenciando, a su parecer, la priorización de las cuestiones nacionales por encima de las de clase por parte de la CUP. Nada ha dicho Maestre, sin embargo, del apoyo de los “comunistas” de ICV y los Comunes al presupuesto de Quim Torra, a cambio no de un referéndum de autodeterminación que hiciera tambalearse al régimen, sino del apoyo por parte de ERC al cicatero programa de gobierno de Pedro Sánchez. Cabría repetir además que la CUP, cuyos votos, reiteramos, no eran decisivos, no impidió nada en la sesión de investidura.

Pero reflexionemos sobre estos “ministros comunistas”. Karl Marx ya advirtió que no se podía categorizar a los personajes históricos y a los partidos según sus propias definiciones, sino según su carácter político y de clase, de la misma manera que a los individuos no se les debe juzgar por sus palabras sino por sus actos. Garzón y Díaz pertenecen al Partido Comunista, pero, hasta ahora, su política no ha tenido absolutamente nada de comunista, si entendemos el comunismo como las ideas generales planteadas en el Manifiesto Comunista y en los escritos sucesivos de Marx y Engels. Éstos resumían su teoría con la fórmula: “abolición de la propiedad privada”, resolviendo así la contradicción entre el carácter social y colaborativo de la producción industrial moderna y la apropiación individual de la plusvalía por parte de los burgueses, desbloqueando así todo el potencial contenido para un desarrollo armonioso de las fuerzas productivas. A esto añadieron más tarde la destrucción del Estado burgués, incluso en las repúblicas más democráticas, y la creación de una nueva organización de poder revolucionario para sustituirlo, pues “la clase obrera no puede limitarse simplemente a tomar posesión de la maquinaría de Estado tal y como está y servirse de ella para sus propios fines.” Considerando que sus ideas engarzaban con el curso del desarrollo histórico y de la lucha de clases, no tenían ningún motivo para esconderlas o aguarlas: “los comunistas no tienen por qué guardar encubiertas sus ideas e intenciones.” El Manifiesto concluye “Tiemblen, si quieren, las clases dominantes.”

Nada más alejado de la orientación de los dos ministros “comunistas”. Ni hablemos ya de la propiedad privada, cuando ambos elogian la constitución del 78, cuando esconden su republicanismo, cuando rehúsan derogar la reforma laboral, cuando dan la espalda a la huelga en Euskadi, cuando aplauden al monarca, podemos afirmar que el comunismo de estos ministros es puramente folclórico. Y efectivamente, así lo entiende la clase dominante, que lejos de temblar ante estos ministros los ven como interlocutores razonables. El jefe de operaciones internacionales de Morgan Stanley resumía: “El mercado ha comprado bien este Gobierno, cree que va a ser razonable y hará una política seria.” Esta renuncia al comunismo fue preparada ideológicamente por Garzón con su “actualización” del marxismo, que en esencia buscaba, bajo un barniz academicista, mellar su filo revolucionario. Esto no quiere decir que el actual gobierno no sea más sensible ante la presión de la clase obrera, si ésta se moviliza activamente, ni que su formación sea un síntoma positivo del giro hacia la izquierda de una parte importante de la juventud y los trabajadores en los últimos diez años, pero de ahí a ensalzar a los “ministros comunistas” hay un buen trecho.

En definitiva, o Maestre es un necio con infelices ilusiones hacia el nuevo gobierno, o usa cínicamente “la entrada de ministros comunistas” como recurso demagógico para chantajear a la CUP. Damos a nuestros lectores el beneficio de la duda.

El derecho a la autodeterminación

Maestre ha aprovechado su polémica con la CUP para reafirmar su hostilidad hacia el derecho a la autodeterminación y hacia el “nacionalismo” catalán en general. “Estoy completamente en contra de la autodeterminación para Cataluña tras un análisis marxista y la profunda convicción de que sería terrible para la clase obrera,” espetó hace poco. El fondo de su “análisis marxista” se puede resumir en la caracterización del independentismo catalán como “burgués” y “reaccionario e insolidario” al reivindicar la secesión de una región “rica”, aspirando los nacionalistas a “convertirse en la clase burguesa dominante”, en una nueva “élite extractiva”, siendo para ellos los problemas sociales “una cuestión menor.” En otras ocasiones, Maestre ha equiparado el nacionalismo catalán al español, poniendo explícitamente a VOX al mismo nivel que la CUP o ERC, considerando que todas estas fuerzas buscan cubrir las cuestiones de clase con las banderas patrias. Asimismo, ha tachado a la militancia de la CUP, o al menos a un sector de ésta, de ser “hijos pijos de convergencia”, enzarzándose en una lamentable polémica con la exmilitante de la CUP Mireia Boya, que no ha estado exenta de calumnias y mentiras. Por “profundas” que sean sus convicciones, no ha sido siempre ésta la postura de Maestre. En vísperas del referéndum del 1 de octubre de 2017, llamó a un frente único con los independentistas, avisando, correctamente, que la represión desatada contra Cataluña pronto se tornaría contra la izquierda estatal. Escribía: “sólo importa el establecimiento de puentes entre la España tolerante que respeta el sentimiento personal de cada ciudadano con la Cataluña que quiere expresarse libremente. Y esperar que de forma voluntaria decidan permanecer junto a nosotros.” Y es que en aquellas extraordinarias jornadas, el alzamiento heroico del pueblo catalán barrió el cinismo y la mezquindad propagados por sectores de la izquierda española.

La perseverancia con la que numerosos izquierdistas acusan al nacionalismo catalán de “burgués” contrasta con la escasa evidencia en la que se sustenta esta crítica. Esta acusación debería estar respaldada por nombres de empresas y familias que financian al republicanismo catalán y que reivindicaran la secesión en octubre de 2017. Pero, ¿cuál fue la actitud del gran capital catalán ante el referéndum del 1 de octubre? De total hostilidad y de solidaridad con el Estado a la hora de aplastarlo. Más de 5.400 grandes empresas catalanas, empezando por los buques insignia del capitalismo catalán, La Caixa y el banco Sabadell, trasladaron sus sedes legales fuera de Cataluña en el otoño de 2017, aprovechando las facilidades ofrecidas para esto por el gobierno de Rajoy. En las semanas clave de octubre, grandes personajes de la élite catalana, como Emili Cuatrecasas, del prestigioso bufete del mismo nombre, Juan José López Burniol, de la Caixa, Marian Puig, de perfumes Puig, Joaquim Coello, de la Fundación Carulla, así como personajes de la industria vasca con vínculos al PNV, se movilizaron para tratar de persuadir a Puigdemont de suspender la proclamación de independencia y convocar elecciones. El gran capital catalán presionaba por ceder ante el Estado, las masas movilizadas por romper con él. En diciembre de 2018, fue la patronal catalana, Foment del Treball, con su presidente Josep Sánchez Llibre al frente, quien auspició el encuentro entre Pedro Sánchez y Quim Torra en el Palacio de Pedralbes, ante la oposición de las bases independentistas en la calle. Como vemos, es abrumadora la oposición del gran capital catalán a la independencia, siendo su deseo la normalización de relaciones entre la Generalitat y Madrid. La verdad es que la patronal se siente muy cómoda en el marco del Estado español, que le mima, le provee de mercados y facilita la explotación de la clase trabajadora. Siempre ha sido así. La burguesía catalana ha usado en ocasiones la baza nacional, como con la Lliga Regionalista a principios de siglo o con Convergència tras la Transición, pero nunca para exigir la autodeterminación, sino como palanca política para aumentar su influencia en Madrid. Son las amplias masas del pueblo (clase trabajadora y pequeña burguesía) las que sienten malestar hacia el actual estado de las cosas en el régimen del 78. Y es que la burguesía catalana históricamente ha estado por delante del resto de la burguesía española, pero por detrás de la de Europa. Incapaz de hacer frente a la competencia extranjera por su baja productividad y concentración industrial, su aspiración ha sido a consolidar su dominio sobre el mercado ibérico y, por ende, aumentar su influencia sobre la política estatal.

Por otro lado, el carácter político del independentismo catalán también dista de ser nítidamente “burgués”. La principal fuerza independentista es ERC, partido de centro izquierdas con una larga trayectoria antifascista y republicana. Es cierto que JxCAT nace de la costilla de la antigua Convergència, partido tradicional de la burguesía catalana, y cuyo actual programa social y económico concuerda con los intereses de la patronal. Pero su demagogia independentista le ha alejado de sus antiguos amos de clase, proceso evidenciado en la ruptura con Unió y, más adelante, con Santi Vila, así como en el alejamiento de Carles Campuzano, Marta Pascal o Jordi Xuclà de la dirección del partido, cuadros convergentes de cariz más moderado y más vinculados al mundo empresarial. Ya bajo Artur Mas, la lucha por la supervivencia política empujó a la Convergència a subirse al carro pujante del independentismo, apoyándose en una base pequeñoburguesa radicalizada que erosionaba cada vez más su vinculación con la patronal. Es cierto que, en la medida en que controlan la Generalitat, tanto ERC como JxCAT mantienen relaciones fluidas con la patronal catalana, pero esto es a pesar, y no gracias, a su independentismo. La tendencia de los últimos diez años ha sido hacia un giro hacia la izquierda, todavía inconcluso, del independentismo catalán, expresando la verdad profunda de que, en el Estado español, el derecho a la autodeterminación es una tarea revolucionaria, que no puede obtenerse dentro del marco legal imperante, sino a través de la lucha de masas en la calle. Si esta verdad sigue inmadura, recubierta por un cascarón pequeñoburgués, es porque nadie ha disputado seriamente la dirección del movimiento a ERC y JxCAT.

La base social independentista, que ha sacado a millones de personas a la calle en los últimos diez años, en momentos determinados directamente en contra del Estado, es la clase trabajadora y la pequeña burguesía empobrecida y radicalizada, teniendo ésta última la batuta del movimiento. Estas masas, duramente golpeadas por la crisis económica, identifican (no sin razón) su malestar con el Estado y el régimen retrógrado surgido de la Transición, identificación coadyuvada por una larga historia de agravios y opresión nacional que continúa hoy y por la fuerza de la cultura y la lengua catalanas, y ven en una república independiente una salida a sus problemas. Este carácter social le imprime al independentismo un carácter generalmente progresista y democrático, a pesar de sus limitaciones, de sus confusiones y de su ingenuidad. En la medida en que ha arrastrado a la lucha a amplias capas de la población inevitablemente ha absorbido reivindicaciones sociales y democráticas que van más allá de lo nacional. Ha supuesto un obstáculo formidable a la reacción, ha despertado a la lucha activa a millones de personas, y, en sus momentos de máxima radicalización (octubre de 2017 y octubre de 2019) ha hecho temblar al capitalismo y al régimen – mucho más que los “ministros comunistas” de Pedro Sánchez. Como admitía un ministro del PSOE hace poco en referencia a la relación del gobierno con el mundo empresarial, “Podemos ya no da miedo. […] El lío de verdad es Cataluña.” El republicanismo catalán merece, por lo tanto, ser respaldado, aun críticamente, por toda la izquierda estatal, apoyándose en sus elementos más progresistas.

Es cierto que hay un sector muy importante de la clase trabajadora catalana, sobre todo en las zonas metropolitanas de Barcelona y Tarragona, que es contraria a la independencia, pero su hostilidad no viene determinada por su clase social, sino por su identidad nacional, siendo castellanoparlante y vinculada a nivel familiar y emocional con España. En la medida en que la pequeña burguesía que dirige el movimiento ha apelado a la población sobre todo en líneas nacionales, y no sociales, esta división en el seno de la clase trabajadora permanecerá.

Es totalmente erróneo equiparar al nacionalismo de la nación opresora y mayoritaria con el de la nación oprimida y minoritaria, aun en el caso hipotético de que éste estuviera hegemonizado por la burguesía. El nacionalismo catalán es el nacionalismo de un pueblo sin Estado cuya reivindicación es el derecho democrático a la autodeterminación. En la práctica, su única arma para conseguir esto es la movilización popular. El nacionalismo español es la ideología de un Estado poderoso, cuyo principal objetivo es aplastar el derecho a la autodeterminación de los pueblos que lo conforman y mantener el país unido a la fuerza, usando para ello su gigantesco aparato represivo. El uno es democrático y el otro autoritario. Esta distinción marca su retórica, su actitud, las fuerzas que son capaces de movilizar y su carácter político.

Antonio Maestre se dice defensor de la unidad y enemigo de los nacionalistas. Ignora que, en realidad, su postura ayuda a inflamar los sentimientos secesionistas y le hace el juego tanto al nacionalismo catalán más identitario como a la reacción españolista. La insolidaridad de la izquierda centralista española, que rechaza el derecho a la autodeterminación, intensifica las suspicacias nacionales del pueblo catalán, le da munición a los nacionalistas, que presentan a “España” en general como el adversario, e imposibilitan una verdadera política de clases e internacionalista. El peor golpe que podrían recibir Quim Torra o Puigdemont sería que la izquierda estatal hiciese suya la consigna de la autodeterminación, como sucedía en 2014-2015. Por otro lado, Maestre le da un barniz obrerista al españolismo reaccionario, empujando a la clase trabajadora española hacia la derecha, hacia sus enemigos de clase. La frialdad de la izquierda española ante la cuestión catalana en 2017 supuso una ayuda inestimable a la reacción españolista, incluyendo el avance de VOX, que no encontró obstáculos a su paso. Antes al contrario, sólo encontró estímulos por parte de la izquierda unionista. La hostilidad hacia Cataluña que existe hoy entre un sector de la clase obrera española recuerda a la utilización de la opresión nacional contra Irlanda por parte de la burguesía británica para someter ideológicamente al proletariado inglés en el siglo XIX, como denunciaba Marx. Es decir, la línea de Maestre sólo fomenta la unidad del Estado burgués, pero es totalmente contraproducente si a lo que se aspira es a alcanzar la unidad de clase de todos los explotados a ambos lados del Ebro. Como ya señaló Andreu Nin durante la Segunda República: “Volver la espalda hacia esos movimientos [de emancipación nacional], adoptar una actitud de indiferencia ante los mismos, es hacer el juego al nacionalismo opresor y reaccionario, aunque se pretenda cubrir dicha actitud con la capa del internacionalismo.

Los marxistas somos internacionalistas y aspiramos a la unidad: a una lucha de todos los pueblos de España codo con codo contra el enemigo de clase y su Estado, que dé lugar a una federación socialista ibérica, enmarcada en una federación socialista europea y mundial. Sin embargo, para que esta unidad sea genuina y sólida ha de ser voluntaria, es decir, ha de basarse en el derecho a la autodeterminación. Sólo así se superarán los rencores nacionales enquistados y se generará una solidaridad duradera y recíproca. Lenin explicaba años después de la Revolución rusa:

¿Qué es importante para el proletario? Para el proletario es no sólo importante, sino una necesidad esencial, gozar, en la lucha proletaria de clase, del máximo de confianza por parte de los componentes de otras nacionalidades. ¿Qué hace falta para eso? Para eso hace falta algo más que la igualdad formal. Para eso hace falta compensar de una manera o de otra, con su trato o con sus concesiones a las otras nacionalidades, la desconfianza, el recelo, las ofensas que en el pasado histórico les produjo el gobierno de la nación dominante.

Por otro lado, la lucha por una federación unitaria es compatible con la defensa de la república catalana, viendo en ella una palanca revolucionaria que puede actuar como la chispa de la revolución ibérica. La reacción intuye este potencial mucho mejor que los Antonios Maestres de la izquierda española, y por eso le aterra el movimiento independentismo catalán. La postura formulada por Andreu Nin en 1934 es hoy plenamente vigente:

Enarbolar la bandera de la República catalana, con el fin de desplazar de la dirección del movimiento a la pequeña burguesía indecisa y claudicante, que prepara el terreno a la victoria de la contrarrevolución, y hacer de la Cataluña emancipada del yugo español el primer paso hacia la Unión de Repúblicas Socialistas de Iberia.

Lenin vs Luxemburgo

En diversas ocasiones, Antonio Maestre ha reivindicado a Rosa Luxemburgo en su polémica con Lenin. Como es bien sabido, la dirigente polaca era totalmente contraria al derecho a la autodeterminación, identificándolo con el nacionalismo burgués y con la división de la clase obrera, mientras que Lenin defendía este derecho a capa y espada, como una reivindicación democrática básica necesaria para superar las suspicacias nacionales que separan a los pueblos. Esta polémica, librada en los años previos al estallido de la Primera Guerra Mundial, tenía, necesariamente, un carácter un tanto abstracto. En gran medida, giraba en torno a la postura de Marx y Engels ante los movimientos nacionales del siglo XIX. Luxemburgo se apoyaba en el rechazo de éstos a los independentistas eslavos en Austria y los Balcanes, que le hacían el juego a la Rusia zarista. Lenin señalaba la oposición de Marx y Engels a cualquier tipo de opresión nacional, y su defensa activa de la independencia de Irlanda y Polonia, cuya victoria asestaría un duro golpe al imperio británico y zarista respectivamente. Lenin resumía: “Igualdad completa de derechos para todas las naciones; derecho de las naciones a disponer libremente de sus destinos; fusión de los obreros de todas las naciones. Éste es el programa que el marxismo y la experiencia de Rusia y de todo el mundo enseña a los obreros.”

Antonio Maestre y otros partidarios de Luxemburgo ignoran, sin embargo, que las posturas de ambos dirigentes fueron puestas a prueba decisivamente en los años que siguen a la Revolución rusa, y que la experiencia histórica corrobora plenamente la línea de Lenin. Una de las primeras resoluciones del gobierno soviético tras la revolución de octubre fue el reconocimiento del derecho de autodeterminación, incluyendo a la independencia, de todas las naciones del antiguo imperio zarista. Este reconocimiento no era sólo en palabras sino en hechos. Las nuevas autoridades reconocieron la secesión de Finlandia, por ejemplo, que acabaría consolidándose (tras muchos avatares) como república independiente. También refrendaron la creación de repúblicas formadas en el interior de Rusia, como en Baskortostán, en los Urales. Esta actitud amistosa permitiría su integración pacífica en la República Socialista Federativa Soviética Rusa. De hecho, la república de Baskortostán proveería unidades de caballería de élite del Ejército Rojo, algo que hubiese sido imposible en un contexto de opresión y malestar nacional.

Sin embargo, el caso más interesante y rico políticamente es el de Ucrania. Aquí, nacionalistas de centroizquierda se hacen con el poder y declaran la independencia en enero de 1918, siendo sustituidos más tarde por una sucesión de gobiernos cada vez más derechistas, en un contexto de gran inestabilidad política. Estos gobiernos son apoyados por el imperialismo alemán y por la derecha patriótica rusa, los Cadetes, que, anteponiendo las cuestiones de clase a las nacionales, ven en la independencia de Ucrania un dique de contención al bolchevismo. ¿Qué actitud adoptan los bolcheviques ante este hecho? Reconocen la independencia de Ucrania, a pesar de su carácter burgués, pero anunciando que, en el caso de que los trabajadores y campesinos ucranianos se alzaran contra su nuevo Estado, la República soviética les tendería una mano amiga, y prestaría su ayuda en caso de que ésta fuera solicitada. Esto fue exactamente lo que sucedió. Incapaces de satisfacer las necesidades de las masas explotadas, los frágiles gobiernos de la república ucraniana se ven sacudidos por una serie de alzamientos obreros y campesinos, que toman el poder en diversas localidades. El Ejército Rojo acude en su ayuda. Ucrania acabará siendo integrada en la URSS. Si los bolcheviques se hubiesen negado a reconocer la república ucraniana en 1918, y hubiesen tratado de someterla a la fuerza, la polarización de clases de la sociedad ucraniana hubiese sido mucho menos aguda, generándose una solidaridad nacional entre trabajadores y burgueses ucranianos ante la agresión rusa.

Cabe contraponer este ejemplo a la experiencia de la Hungría soviética en 1919. Aquí, comunistas aliados con socialdemócratas se hacen con el poder y lo mantienen durante cinco meses. La ofensiva militar de Checoslovaquia y Rumanía, apoyadas por el imperialismo de la Entente, acaba aplastando a la joven república. Aunque son numerosos los factores que contribuyen a la derrota de los comunistas húngaros (incluyendo, por ejemplo, su política agraria ultraizquierdista) ciertamente su postura ante la cuestión nacional no les ayudó. Los comunistas “de izquierda” húngaros rechazan el derecho a la autodeterminación, preconizando en su lugar el federalismo dentro de un marco unitario. Esta postura aleja a las masas rumanas y eslovacas, oprimidas tradicionalmente por Budapest, y las moviliza en servicio de sus respectivas burguesías contra la república soviética.

Hoy en día, los historiadores burgueses se devanan los sesos tratando de entender cómo es posible que los vastos territorios del antiguo imperio zarista se mantuvieran unidos durante las turbulencias de 1917-23 a diferencia de los imperios alemán y austrohúngaro, mucho más compactos y donde los antagonismos nacionales eran menos virulentos que en Rusia. Estos historiadores ignoran por un lado el poder de atracción del programa bolchevique, pero también la suprema importancia de su reconocimiento del derecho a la autodeterminación, en el que odios nacionales milenarios se disolvieron como un terrón de azúcar. Esta verdad histórica zanja el debate entre Luxemburgo y Lenin, dando la razón a este último.

Rosa Luxemburgo se equivocaba en lo que respecta la cuestión nacional, como muestra la experiencia posterior. Pero sus errores eran justificables, pues, al fin y al cabo, Luxemburgo era de Polonia, una nación oprimida, y estaba enzarzada en una lucha con los nacionalistas burgueses de su país desde una postura internacionalista de clases. Antonio Maestre es miembro de la mayoría nacional castellana y española, lo cual da otro carácter muy distinto a su supuesto “internacionalismo”. Su insensibilidad hacia las reivindicaciones de los catalanes es fruto de su privilegio nacional español. Como explicaba Lenin:

Nosotros, los integrantes de una nación grande, casi siempre somos culpables en el terreno práctico histórico de infinitos actos de violencia; e incluso más todavía: sin darnos cuenta, cometemos infinito número de actos de violencia y ofensas. […] Por eso, el internacionalismo por parte de la nación opresora, o de la llamada nación ‘grande’ (aunque sólo sea grande por sus violencias, sólo sea grande como lo es un esbirro) no debe reducirse a observar la igualdad formal de las naciones, sino también a observar una desigualdad que, de parte de la nación opresora, de la nación grande, compense la desigualdad que prácticamente se produce en la vida.

Falso obrerismo

A la lucha por la autodeterminación Maestre contrapone la lucha por reformas inmediatas, que considera más importante para “las clases populares”. ¡Cómo si hubiese contradicción entre la lucha económica por las reformas y la lucha política contra el régimen! En primer lugar, como él mismo reconocía en 2017, los ataques a los derechos democráticos en Cataluña serían más tarde dirigidos contra la izquierda y los movimientos sindicales y sociales. Pero más importante aún es que una lucha coherente y sostenida por reformas económicas plantea inevitablemente cuestiones políticas, arrojando luz sobre el estrecho vínculo que conecta al capital con el Estado, sus instituciones y su ideología, así como sobre la incompatibilidad del sistema capitalista en su conjunto con las reivindicaciones más básicas. La argumentación de Maestre parte de la misma filosofía que la de los ministros de UP que prefieren centrarse en “resolver problemas concretos” antes que en criticar a la monarquía y al régimen. Razonamiento falso, pues los “problemas concretos” están entrelazados con las cuestiones políticas más amplias. Marx y Engels lo dejaron claro ya en 1847: “Los obreros arrancan algún triunfo que otro, pero transitorio siempre. El verdadero objetivo de estas luchas no es conseguir un resultado inmediato, sino ir extendiendo y consolidando la unión obrera. [...] Y toda lucha de clases es una acción política.” El papel de los revolucionarios no es ceñirse a las reivindicaciones cotidianas y parciales, sino conectar la lucha por éstas a la lucha contra la burguesía y su Estado. Como explicaba Lenin:

El ideal del socialdemócrata no debe ser el secretario de tradeunión [sindicato], sino el tribuno popular, que sabe reaccionar ante toda manifestación de arbitrariedad de opresión, dondequiera que se produzca y cualquiera que sea el sector o la clase social a que afecte; que sabe sintetizar todas estas manifestaciones en un cuadro único de la brutalidad policíaca y de la explotación capitalista; que sabe aprovechar el hecho más pequeño para exponer ante todos sus convicciones socialistas y sus reivindicaciones democráticas.

Por otro lado, este análisis, por muy “obrerista” que suene es profundamente condescendiente hacia la clase trabajadora. “En España las clases populares se sienten concernidas por el concepto actual de patria. Te guste o no si te sienten cercano a los independentistas van a rechazar tu proyecto”, considera Maestre. Él, en su opinión, tiene una comprensión más justa sobre qué siente o dejan de sentir “las clases populares” que la de la izquierda “cercana al independentismo”. El independentismo pues no es sólo regresivo por ser “burgués”, sino por ser rechazado por “las clases populares”. A las “clases populares” parece que sólo les interesa que suban los sueldos, sin cuestionar la forma del Estado ni la sacra unidad de la patria. Este es el colmo de la condescendencia. Es cierto que entre las masas abundan toda clase de prejuicios, incluyendo el patriotismo españolista y la idolatría al régimen, que es su corolario inevitable. Pero la lucha de clases viva despeja las confusiones, sacude los prejuicios y eleva la conciencia sobre el carácter del Estado y el sistema en su conjunto, saca a la luz las verdades de clase, como el carácter profundamente reaccionario del nacionalismo español, utilizado para domesticar y dividir a la clase trabajadora. Esa fue la experiencia real de las luchas de 2011-2014, que impugnaron al régimen en su conjunto. Cuando irrumpió Podemos en 2014, lo hizo bajo esa bandera radical. Su defensa valiente de la autodeterminación para Cataluña en 2014 y 2015 no fue ningún obstáculo para su desarrollo, antes al contrario, obtuvo sus mejores resultados en estos años, e hizo una encomiable labor de sensibilización hacia los derechos nacionales de los catalanes, gallegos y vascos. Su cobarde abandono de esta consigna en 2017, concesión jaleada por comentaristas como Antonio Maestre, contribuyó a la creciente confusión que se ha extendido desde entonces entre amplios sectores de la clase trabajadora, parte de la cual ha caído en las garras de la derecha. Actualmente, los elogios de UP a la Constitución, a las principales instituciones del Estado y a la propia monarquía, bajo la excusa del “pragmatismo” y de la priorización de “las cuestiones que realmente importan a la gente” retardan la toma de conciencia de la clase trabajadora. Este punto de vista parte de una profunda desconfianza hacia el potencial revolucionario de las masas, a su capacidad de aprender a través de la lucha, rebajando la política de la izquierda al nivel de conciencia de los sectores más atrasados y pasivos de la población (es decir, los más temerosos y complacientes con el sistema).

En defensa de la CUP

Nosotros hemos criticado la postura de la CUP ante la investidura, considerando que una abstención crítica como la de Bildu habría sido mejor que un voto en contra. Esto no se debe a que tengamos ilusiones en los “ministros comunistas” o a la necesidad de cerrar filas ante “la amenaza del fascismo”. Se debe a la consideración de que millones de trabajadores de todo el Estado tienen esperanzas en el nuevo gobierno, y una abstención habría sido un gesto de buena fe que facilitaría dialogar con ellos y granjearse su simpatía hacia la CUP, y al hecho de que este gobierno es más sensible a la presión de la clase obrera y de las nacionalidades oprimidas, si éstas se movilizan para exigir sus reivindicaciones. Sin embargo, estamos mucho más cerca de la postura de la CUP que de la de Antonio Maestre, impregnada de ilusiones al gobierno de PSOE-UP y de un miedo histérico a VOX. Al impugnar al régimen del 78 en su conjunto y al putrefacto aparato de Estado, al agitar el potencial revolucionario del movimiento independentista, al emplazar al gobierno a cumplir sus promesas, y al señalar a las cuestiones de clase como el verdadero punto de unión para una lucha colectiva de todos los pueblos del Estado, la CUP apunta en la dirección correcta, hacia un horizonte revolucionario, mientras los cantos de sirena de Maestre, barnizados de un falso obrerismo, atan a la izquierda al lastre del PSOE y del Estado.

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