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El “golpe blando” de la derecha y el Poder Judicial finalmente se ha consumado este lunes 19 de diciembre. La decisión del Tribunal Constitucional de paralizar la reforma legal que propiciaba su propia renovación, con los votos decisivos de dos magistrados de la derecha cuya recusación exigía la mayoría parlamentaria de izquierdas, es un punto de no retorno en la crisis del régimen del 78.

Como explicamos en otro artículo la semana pasada, el gobierno movió ficha para renovar el tercio parlamentario del Tribunal Constitucional, una vez caducado su mandato, después de que el Partido Popular frustrara por enésima vez la renovación del Consejo General del Poder Judicial para mantener el control del mismo ante las próximas elecciones. Ante la imposibilidad de acordar con la derecha la renovación de dicho tercio, se impuso la propuesta de Unidos Podemos de reformar las leyes orgánicas para que dicha renovación pudiera llevarse a efecto con una mayoría simple del Congreso de los Diputados y no de tres quintos como hasta ahora.

Viendo amenazada su posición, el PP (con la ayuda de Vox) movilizó todas sus baterías jurídicas y mediáticas para frenar la reforma y conseguir que su caduca mayoría permaneciese enrocada en la presidencia del Tribunal Constitucional., llegando incluso a un movimiento tan arriesgado como pedir que se suspendiera cautelarmente la sesión del Congreso de los Diputados en la que esta reforma se iba a discutir. El Constitucional finalmente no dio ese primer golpe, posiblemente después de muchas llamadas desde despachos de Madrid y Bruselas, pero pospuso su decisión al pleno que ha tenido lugar esta tarde y en el que, finalmente, se ha perpetrado el golpe judicial que abre la mayor crisis institucional desde la Transición.

La decisión del Tribunal Constitucional demuestra hasta qué punto el aparato judicial y los aparatos políticos de la derecha han escapado al control directo de la clase dominante. En una situación de crisis económica y de inestabilidad general, lo último que necesita la burguesía es una crisis institucional de consecuencias impredecibles. La derecha y los sectores más reaccionarios del aparato del Estado están dispuestos a provocar y encarar esta crisis, confiando en salir victoriosos por la política vacilante de las direcciones de la izquierda y la aparente situación de paz social.

Pero, incluso aunque tuvieran éxito a corto plazo (lo que todavía está por ver), el daño a la estructura del Estado ya está hecho. El Poder Judicial ha demostrado más a las claras que nunca su carácter antidemocrático, maniatando al único poder que emana del voto popular y elevándose de forma bonapartista por encima de la democracia formal para mantener sus propios privilegios y bloquear cualquier reforma mínimamente progresista de este gobierno y cualquier solución transitoria al problema catalán. La conclusión para millones de trabajadores es de qué sirve votar cada cuatro años si la judicatura puede pasar por encima del parlamento y el gobierno elegidos por el pueblo. La lección sobre la naturaleza verdadera del Estado burgués ha penetrado en la conciencia de millones de personas con más fuerza que con la lectura de El Estado y la revolución, de Lenin.

La respuesta de la izquierda ante este golpe no puede ser un lastimero llamamiento a la serenidad y la concordia. Las organizaciones que conforman la mayoría parlamentaria, empezando por las que conforman el gobierno, deben responder con firmeza a este desafío golpista del aparato judicial. En primer lugar, la reforma de las leyes orgánicas debe continuar y llevarse a efecto con independencia de lo que dictamine este Tribunal Constitucional deslegitimado en los hechos. Una vez aprobada la reforma, se debe proceder a la elección de un nuevo Tribunal Constitucional y un nuevo Consejo General del Poder Judicial que reflejen fiel y honestamente la correlación de fuerzas en la sociedad. Y para poder llevar a cabo estas acciones de legítima defensa, el gobierno tiene que apoyarse en la movilización de su base social y de la de todas las organizaciones de la izquierda estatal y de las nacionalidades, llevando a cabo una propaganda seria, con asambleas en los barrios, pueblos y centros de trabajo y de estudio explicando cuál es la verdadera situación, y con una movilización de masas en la calle que obligue a recular a los reaccionarios.

Debemos valorar en su justa medida el salto que suponen los acontecimientos de hoy en el proceso de crisis del régimen del 78 y del capitalismo español. De nuevo, como en la crisis de la Restauración hace un siglo, todos los poderes del Estado están atravesados por la corrupción y la decadencia; empezando por la monarquía, cuyo silencio cómplice y nula defensa del parlamento ante el golpe judicial son clamorosos, más aún si se compara con su reacción bonapartista tras el referéndum de independencia catalán de hace cinco años. La crisis institucional es el reflejo y el primer síntoma de una crisis mucho mayor. El viento sopla en primer lugar en las copas de los árboles. Los marxistas sostenemos, con la experiencia de la historia y con la vista puesta en el futuro, que la juventud y el movimiento obrero del Estado español tienen que prepararse y organizarse para llevar a cabo la tarea revolucionaria de derribar y desmantelar el podrido aparato del Estado español y derrocar el capitalismo abriendo paso al socialismo.

 

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